(Dir. Óskar Jónasson)

 

Sólo pocas horas antes de subirme de nuevo a un avión que me llevara a lindas tierras sudamericanas asistí a la proyección de una de las películas más intrigantes que se han estrenado, sin duda, este año.

 

Y eso me hizo partir, aún, conmocionado.

 

Normalmente no me dejo atrapar por el promisorio reclamo que la mayoría de las productoras colocan sutilmente en la cabecera de los carteles promocionales a modo de señuelo con el que llamar nuestra atención. Por eso esta vez tampoco lo hice (en este se podía leer "Una cita obligada para los lectores de Millenium").

 

Lo que me hizo esta vez decidirme por esta película fue el gran bagaje fílmico de su actor protagonista, el inconmensurable Baltasar Kormakur a quien no hace mucho, la revista Variety reconoció como uno de los diez nuevos talentos más interesantes, junto con, entre otros, los más que reconocidos Christopher Nolan y Alejandro González Iñárritu.

Y, por suerte, acerté.

La película gira en torno a la vida de Christopher, un vigilante de seguridad que, acuciado por las deudas, se embarca en una truculenta red de traficantes que tratan de importar alcohol de contrabando en la Islandia actual.

Si bien la trama pueda parecer de no mucho calado, el transcurrir de la película hace que estas espectativas iniciales se trunquen en favor de la fuerza que esconde un guión extraordinariamente bien rodado.

Es una historia esta de guiños de complicidad con el infortunio, con la desgracia que asola la necesidad de querer y sentirse amado, con el esfuerzo de quien lucha por ver la luz, con el sacrificio atenazado.

Y como para contarlo, el director escapa de ritmos sosegados y nos mantiene en un vilo vital durante todo el transcurrir de la película, hoy aplaudimos y nos quedamos con la suerte de este cine islandés.

Contagiémonos de él.