PROFESANDO

Dibujo Rubén Calvo. Texto Manuel Díaz
Dibujo Rubén Calvo. Texto Manuel Díaz

Sentíamos que era necesario tomar cierta distancia con los acontecimientos para que el poso que siempre dejan aquellos que llaman sobremanera nuestra atención, no enturbiara la ya de por si nada tibia reflexión que cada cierto tiempo hacemos para liberarnos del lastre de nuestra (insana) cotidianeidad.

Y a pesar de las cautelas, no es tarea fácil.

Es sabido por todos que el bueno de Rubén y yo no somos personas que nos sintamos especialmente cómodas en lugares en los que se concentra mucha gente, sobre todo si, en lugar de reunirse para gritar, saltar o cantar a la sombra de cualquier escenario, los que se juntan lo hacen para permanecer en silencio (un turbador silencio) y cabizbajos y para secundar la introspección colectiva en lugares tan lúgubres y sombríos como son las iglesias, templos que entre todos hemos ido levantando no sin cierta pleitesía a lo largo de los tiempos en cada uno de los barrios de cada una de nuestras ciudades. Lugares en los que, además de rendir culto en agradecimiento por tener la oportunidad de ser parte de este tinglado, se aprovecha también para rendir cuentas a un desconocido de casaca oscura para que interceda por nosotros ante no sé muy bien quién, para que calme nuestra conciencia y  nos libre así, a través de la penitencia, de la losa que supone (a veces) pecar y no percibir la sensación de esa transgresión. Hablo de vivir (intensamente) y de pedir, curiosamente, perdón por ello.

Desde esta perspectiva tal vez superficial y austera, los dos nos echábamos las manos a la cabeza la semana pasada al ver en televisión el sufrimiento de quien, a causa del mal tiempo, no pudo disfrutar del hecho de ver como su ciudad era tomada, en ese particular peregrinaje que son las procesiones, por costaleros que a hombros sacaban de las iglesias las veneradas imágenes de santos y vírgenes para que devotos y beatos pudieran disfrutar de tan suntuoso espectáculo. Y no eran lágrimas de cocodrilo.

He de confesar que en más de un momento se me puso la piel de gallina al ver como niños de apenas siete años lloraban desconsolados tras la decepción de no haber podido ser testigos de aquel esperado momento, y como sus padres, apesadumbrados y abatidos, les secaban las lágrimas mientras contenían las suyas con un nudo en la garganta que apenas les permitía articular palabra.

Mi intención no es la de ridiculizar momentos como esos en los que la gente sufre de una forma tan sincera y siente ese dolor de una manera tan honda.

Lo que esas imágenes me invitan a pensar es que, a lo mejor, no somos tan distintos los unos de los otros, independientemente del lugar en el que vivamos del planeta y del dios al que dedicamos nuestras ofrendas. Sin embargo, cada no mucho tiempo, leo en los periódicos como algún incauto, probablemente desde el desconocimiento y la ignorancia, juzga el comportamiento de quien venera quizás a otro dios y, por cierto, no de una manera muy distinta a como lo hacemos nosotros, de fanático y se atreve a poner nombre a esa corriente y arrastrado por el fácil silogismo lo llama fanatismo. Y eso, incluso en boca de listos sabios de verbo fácil, está impregnado de un cierto tufillo caciquil.

Porque yo, que en mis años mozos he “disfrutado” de alguna que otra procesión de esas de grandes masas en ciudades tan dispares como Zamora o Pontevedra, he visto perplejo como, abrigado con la complicidad de quien se siente parte de un todo, con nocturnidad y cierta alevosía, entre candeleros, velas e inciensos, decía, he visto a gente descalza clamando piedad mientras se flagelan atizándose en la espalda con varas y correas de un tamaño no menor. De la misma manera, tampoco me provoca una sensación demasiado placentera ver desfilar en silencio a cientos de nazarenos camuflados tras esos gorros puntiagudos y portando esos cirios tan prominentes (me podéis llamar raro, pero si eso no tiene un marcado cariz extremista, que baje cualquier dios y lo vea). Por no hablar del miedo que me recorre el cuerpo al escuchar que el himno nacional es quien guía los pasos de algunas de las procesiones, o que existe una clara implicación de los distintos cuerpos militares en ellas, más si cabe cuando la separación entre estado e iglesia en un país aconfesional no debería dar lugar a este tipo de sutilezas (en gente mal pensada como pudiera ser un servidor). En fin…

Será que no me siento pez en ciertas aguas turbias.

Recitaba el bueno de Krahe en compañía de Sabina y Alberto Pérez en sus años de La Mandrágora los versos de la canción “el cromosoma” en la que, sin hacer uso de sarcasmo alguno, defendía su escepticismo religioso y se promulgaba como ser seglar (“ hace tiempo que no juego al acertijo, tan esdrújulo entre un padre y un hijo y una blanca paloma”).

Supongo que siempre he soñado con ponerme en la piel de cualquiera de los tres, pensar y recitar a su manera, caminar sin huir hacia delante y, que carajo, dudar sólo a veces, no al abrigo de clamores sino cuando la opacidad es cautela porque quien me habla me escuchó alguna vez con atención a mi. Hablo de conversar por el mero placer de hacerlo. Nada menos.

Me gustaría tener las cosas tan claras como para aseverar con rotundidad acerca de tal o cual religión, al menos hasta la delgada línea que separa el ser juez de la de tomar parte, por eso me entristece leer a quien escribe sin cautela ni autocrítica acerca de la manera en que los demás viven la religión que profesan sin detenerse a meditar la forma en que vive él la suya.

Y es que la religión, al igual que la vida, habría que vivirla de una manera más distendida.

Comentarios: 2
  • #2

    LosInterrogantes.com (lunes, 15 octubre 2018 11:15)

    Hola Manuel,

    Hemos intentado contestar a tu correo pero tu filtro de spam bloquea los correos entrantes. Por favor, escríbenos un mensaje con tu perfil de facebook o twitter para que podamos establecer contacto.

    Un saludo.

  • #1

    sin importancia (lunes, 02 mayo 2011 17:26)

    Siempre había creído que el rarito de la familia era yo
    Pero con el tiempo y la madurez compruebo con mucha satisfacción que estamos más cerca ideológicamente de lo que pudiera pensar.
    Desde luego yo no creo en ningún tipo de institución ni religiosa, ni política y el paso del tiempo y el conocimiento no hace más que corroborar mis pensamientos. En cambio sí creo firmemente en las personas, personas que luchan, no importa bajo que signo, para conseguir que las injusticias dejen de serlo y poder vivir cada día en un mundo mejor, con menos hipocresía y menos hipócritas donde todos seamos verdaderamente iguales, con nuestras diferencias, pero sin luchas ni guerras. Por que el poder no lo tienen las armas sino las personas.
    Un abrazo