Dir. Urszula Antoniak

 

Nos invade una extraña sensación de bienestar al imaginarnos a nosotros mismos caminando, por ejemplo, sobre una senda arbolada cubierta por un manto de hojas caidas si, además, una tenue lluvia acompaña el deambular de nuestros pies descalzos. Si cerramos los ojos y respiramos en ese momento profundamente, sentiremos el cielo cerca.

 

Es un momento de íntima reflexión que nos acerca a nosotros mismos y nos permite conocer mejor cuales son nuestras carencias y cuales nuestras excelencias. Esa es nuestra realidad, la que se aleja del ruido que impregna la cotidianeidad, la que sentimos también al recrear en nuestra mente una escena leida, imaginada, soñada, o también al sentir la cercanía de quien durante un tiempo estuvo ausente.

Hacía algún tiempo que una película no despertaba en mi un alivio tan apaciguador, tan sereno y sosegado.

Lo que cuenta la realizadora holandesa de origen polaco Urszula Antoniak en esta primera película, es el espléndido encuentro de dos personas cuyos caminos fueron escritos para en algún momento converger. Ella es una irreverente muchacha que huye a tiempo de la apatía que esconde la racionalidad. Y él, un irónico viudo que ha aprendido a disfrutar de su soledad. Un acuerdo no escrito permitirá su más que grata convivencia, el de no adentrarse ninguno en la vida personal del otro.

Todo un canto al respeto y a la integridad que esconde la soledad.

Galardonada entre otros festivales en el de Locarno (premio FIPRESCI incluido), el de Sevilla (Giraldillo de Plata a la mejor película) y el de Holanda (mejor fotografía), la película se ha hecho un merecido hueco en estos días de sopor y letargo estival.

Y no por suerte.